22.1.08

Adamantino

Cuando somos niños lo único que nos importa es lo realmente vital; cosas, por ejemplo, como si la lombriz puede vivir luego de ser seccionada, o si podremos jugar al fútbol bajo la tormenta que se anuncia.

El tiempo no se pierde pensando en asuntos de trabajo, problemas conyugales o debacles económicas. Mucho menos en la muerte, que en esa etapa de la vida es sólo una señora flaca y misteriosa que va pillando de uno en uno a los ancianos de la familia, como una cazadora paciente y astuta.

Recuerdo de mi niñez que las mujeres de casi todas las edades estaban encantadas con las imágenes en blanco y negro de una telenovela que dejó una marca en la televisión argentina: “Un mundo de 20 asientos”.

“Un Mundo de 20 Asientos” se emitía los lunes por canal 9 de Buenos Aires (para nosotros Canal 13 de San Luis), y arrancaba con la canción de Cacho Castaña “Para vivir un gran amor” (“Para vivir hasta morir… enamorado…”, entonaba Cacho). Los protagonistas, Claudio Levrino y Gabriela Gili, se amaban a lo grande en 1978. Año difícil para el amor en blanco y negro y en colores.

El Mercedes 11/14 que Levrino conducía cual criollo Jasón, surcaba la Capital en busca de un vellosino de oro común, de barrio. Navegaba ese Argos 11/14 en La Reina del Plata en busca del amor.

El Argos Mercedes se movía por las calles de una Buenos Aires lejana, que desde San Luis nos parecía el centro del Universo. Mi esposa, por ejemplo, que se crió en otra ciudad chica, dice que de niña creía que la serie “Blanco y Negro” (furor televisivo protagonizado por Gary Coleman (como Arnold) y Cole Bridges (como Willis) “¿De qué estás hablando Willis?”) era realizada en esa distante Buenos Aires, y que su desazón al enterarse de la procedencia estadounidense de la tira fue mayúscula.

Me cuesta creer que mi esposa haya sido chica alguna vez.

Volvamos a nuestro Argos doméstico: Desde hace tiempo, desde que viajo un par de veces al mes a ver a mis hijos, me ronda en la cabeza la teoría de que un bondi es un mundo. Expresada de esa manera no parece tener demasiado rigor científico, pero en sus términos editoriales cobra fuerza: yo la llamo “Teoría del enlace fraternal entre sujetos que sortean al mismo tiempo la longitud del segmento de recta comprendido entre dos puntos del espacio”.

Ahora si, con estas armas, remota Terminal de Colectivos de Río Cuarto, allá voy. Desde la “Mariano Moreno” zarpo. Alguien dijo alguna vez (y no logro recordar quién por más que intento) que siempre se relata una muerte o un viaje. Y sabemos que andar las rutas hoy significa que probablemente alguien mañana esté relatando algo que nos incumba. Y nadie nos puede asegurar que sea algo que estemos en condiciones físicas de leer.

Pienso que me gustaría más bien poder escribir sobre mi viaje a que ustedes lean sobre mi muerte. Pienso que mejor me anticipo y entrevero una crónica de esa travesía para contarles a la vuelta. Por las dudas.

De nuevo en nuestro Argos, cavilo: Vaya uno a saber qué instintos nos llevan a elegir a ese conjunto de pasajeros como compañeros de lucha, como hermanos; qué nos compele a ver en el señor gordo y bigotudo que maneja a un Levrino o a un Jasón. Vaya uno a saber.

Todos y cada uno de los pasajeros nos convertimos en comunidad desde el pucho previo; desde esa mirada que dice “vos también vas a Río Cuarto, se te nota”. Y salvo los niños (que espero se duerman antes de salir de la ciudad) todos y cada uno estamos más cerca de los asuntos de trabajo, los problemas conyugales y las debacles económicas que aquel Levirno. Y estamos, por supuesto, también más cerca de la muerte.

Siempre que siento alguna grieta en la estructura, alguna flaqueza (cosa que por mi contextura física debiera suceder más a menudo), me vienen a la mente versos de un poema muy bello de un amigo de mis abuelos y mis padres: Enrique Jaime Masramón. Enrique pudo avisarnos a tiempo que la vida es, a la vez, frágil y fuerte. “Como un diamante sin pulir”. Así lo decía.

Estoy a punto de emprender el viaje. Si no se los puedo contar, sepan disculpar a Levrino y pongan ustedes en el relato que los niños ya se habían aquietado y que yo dormía plácidamente.
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