29.1.08

Bares y fondas


“Yo solamente necesito agradecerte
la enseñanza de tus noches
que me alejan de la muerte.”
Cacho Castaña, “Café La Humedad”

Alguna vez se me ocurrió emprender la escritura de un cuento que pronto deseché, vaya uno a saber el motivo. De todos modos, la historia anduvo rondando mi cabeza por largo tiempo; cambiando, engordando, tomando cuerpo.

Comenzaba con la imagen de un hombre que, ya de pie, colérico y haciendo tintinear los vasos a puro golpe de puño sobre la mesa, juraba que era capaz de recorrer todos los bares de Rosario sin parar. Los amigos, riéndose por dentro, le imponían la condición de que en cada uno debía beber una cerveza. Tras arduas negociaciones y regateos, la cosa quedaba en un liso por bar.

Luego de lanzada la apuesta, luego de las idas y venidas para conseguir capitalistas que sostuvieran los gastos de semejante hombrada, después de trazar magistralmente el plan estratégico de la travesía, se arrojaba Carlos Andrés a las calles.

A pesar de su ímpetu inquebrantable, nuestro héroe nunca alcanzaba su cometido ya que, en el segundo o tercer bar que visitaba, el obligado liso era servido por la mujer de sus sueños y jamás pudo arrimarse hasta el siguiente boliche. Pónganle Uds. el final que más les guste.

No descubro aún lo que me impide escribir ese cuento. Arriesgo que se trate de una identificación inmovilizante. Y es que para mí, los bares son templos, academias, recintos sagrados donde confluyen sujetos de toda ralea, donde es posible que un grupo de estúpidos, creyéndose muy vivos, tomen de punto a un científico, a un artista o a un santo; donde se pasea el amor y no se queda; donde merodean los espíritus del mal y los del bien, entablando batallas titánicas en las cabezas de los parroquianos.

En ese sentido, me parece que los bares de Rosario son especiales. Cuando llegué a esta ciudad atraído no sé por qué fuerza misteriosa, se me ocurrió que aquí había infinitos bares, y que la hazaña de Carlos Andrés era mitológica, algo realmente insostenible por los recursos de la razón.

Mi teoría de novicio se desmoronó al comprobar que no hace falta conocer todos los bares, basta con encontrar el que los resume. Con ese hallazgo, descubrí en la ciudad de infinitos bares, bares infinitos donde el diario tenía inscriptas las noticias de mañana, donde las servilletas de papel eran sabias y se podía amanecer sin que pasara un nuevo día.

Entendí que si esas servilletas de papel no existiesen, seguramente tampoco existirían miles de bellísimos poemas. Si no hubiese bares, muchas amistades quedarían truncas, varias decisiones serían acatadas sin demora y todo el mundo llegaría temprano a su hogar. Los malos escritores escribirían cuentos sobre proezas fuera de contexto. Las historias de amor se perderían el mejor escenario y las peleas de pareja también. Sería un caos insoportable.

Dentro de un bar infinito me siento seguro: la muerte no me alcanza, los espejos me protegen duplicando mi cerveza y mis cigarros y dejándome observar a su través a la Medusa, sin correr el riesgo de convertirme en piedra.
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