4.2.08

Negativos

“Tenía la certeza de que me miraba, sin que estuviese seguro de que me viese: distorsión inconcebible: ¿cómo mirar sin ver? La fotografía separa la atención de la percepción; sólo muestra la primera, aunque es imposible sin la segunda.”
Roland Barthes


“Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada”, dice Paul Auster en “El cuento de Navidad de Auggie Wren”. Auggie había captado con su cámara, todos los días a las 7 y durante años, la misma toma. Por supuesto, nunca era la misma. En cada fotografía se repetían o intercambiaban las personas y sus ropas, se revelaban ligeras o abruptas variaciones climáticas, se acentuaba o disipaba la luz según iban mudando las estaciones. Jamás era la misma toma.

Cuenta Auster: “Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.”

Así trepa el escritor a su historia, que es, ni más ni menos, la historia de la cámara de fotos con la que el Sr. Wren fue construyendo su humilde y monumental obra de arte, su elogio de la constancia, su tratado visual sobre las tenues diferencias en el transcurso de los días.

En verdad nos resulta difícil percibir las diminutas diferencias entre los días; sentir que hoy, en relación con ayer y con mañana, no es sólo una hoja del almanaque sino, más bien, una consecuencia o una causa, un minúsculo hito en lo que recibimos como un continuum. Casi no nos damos cuenta de que nuestros movimientos son el positivo de nuestras quietudes. Y también al revés.

Distinto pasa cuando observamos viejas fotos donde la Tía Isabel o el Abuelo Jacinto eran rozagantes mozos, llenos de juventud; tomamos conciencia del robo que perpetra el tiempo. Aparecen los conocidos (los amados y los odiados, que en esto no hacen diferencia ni la vida ni su negativo, la muerte), más jóvenes, más viejos; más algo que ahora.

Y en el instante en que uno se introduce en la imagen, el entorno se diluye; ya no se ve un papel o una pantalla; se distinguen, simplemente, momentos. Negativos o positivos, sin importar la superficie sobre la que se plasmen.

Así como se ha dicho que el mapa no es el territorio, tampoco la foto es el objeto. Y nosotros, objetos de innumerables fotos, cargamos de toma en toma, de cumpleaños en cumpleaños, con un proceso. No nos damos cuenta, no advertimos los cambios en los pequeños cambios de los días. Y llega un momento en que esos sujetos que vemos en las fotos, convertidos en objetos, cercados por un recorte temporal, se han vuelto otros.

Somos, sin notarlo, testigos de esa otra gente que somos en las fotos, que son nuestros hijos y nuestros padres. Criamos hijos y los vemos crecer, nos crían nuestros padres y los vemos envejecer, pero nos evadimos del proceso fingiendo que nada ha cambiado, que tenemos aún 7, 18 ó 36 años.

“La fotografía” hace que toda imagen sea, ficticiamente, vívida. Cuando encontramos en los armarios esas cajas llenas de imágenes mágicamente dibujadas en un pedazo de cartón pensamos que todas son, en definitiva, tomas de este momento.

Es que “la fotografía” contamina el tiempo; irrumpe, recrea, como la literatura, momentos irreales, otros lugares. Más allá del papel impreso vemos una realidad que se amplía. U otra realidad, igualmente real que el estar viendo fotografías.
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