14.2.08

Lúdico

De niño no solía jugar con mis hermanas, a las que llevo 6 y 7 años. Se suponía que un hombre de 11 no podía andar tonteando con infantes tan menores, sobre todo si los infantes en cuestión eran niñas.

Además, siempre me consideré un clásico, sobre todo en público. Así que mis juegos no iban más allá del fútbol, la mancha o la escondida, disciplinas no aptas para etapas psicomotrices arcaicas, en las que se despliegan grandes cuotas de astucia, experiencia y sabiduría a las que no suelen ser proclives los mocosos.

Hoy, aprobadas ya todas las materias de la mancha y la escondida, y quedando pendientes sólo algunas unidades del fútbol que no pienso rendir, necesito imaginarme que en aquellos tiempos jugaba con mis hermanas, que estuvimos en el patio (no el de hoy, sino aquel), y que compartimos la patria infantil de lo lúdico, ausentes del otro mundo.

No quisiera saber que ellas, como yo, han crecido y aman hasta con la carne; que ya la risa se les hace más difícil, que ahora el llanto es más grave, que una pelea nuestra podría durar para siempre.

A esta altura de la vida, en la que sólo a veces compartimos unos mates o disputamos el baño de la casa materna, me suelo descubrir alegre por sus alegrías y triste por sus cosas tristes, como si hubiera perdido la concentración en escaparme o esconderme.

Y caigo en la cuenta de que para jugar con ellas necesitaría abandonar mi mundo, el que he construido tozudamente y con fervor, abandonar a mi mujer, dejar mi trabajo.

Si hoy jugara con ellas, del mismo exacto modo en que lo hubiera hecho antes, precisaría arrepentirme de mi adultez, y ese es otro juego que he levantado tozudamente y con fervor, que ha exigido el desarrollo de mis más elevadas aptitudes y, sobre todo, grandes cuotas de astucia, experiencia y sabiduría, a lo que no son proclives niñas recién llegadas a los treinta.
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