19.4.10

El trazo perfecto

Lo primero que dijo fue que trabajaba para cambiar al mundo, y que una remera tenía el poder suficiente. Me pareció reconocer, en la lentitud con que pronunciaba esas palabras, cierta intención ritual, la perfección de un gesto practicado miles de veces.

Ensayó con su puntiaguda mano un trazo en el aire, como tratando de capturar del Universo las formas que irían a chocar contra la tela. Tras unos cuantos segundos arrojó en el primer trazo una estrella de oro, firme y voladora. El pincel rayó el paño de algodón y tan sólo eso fue como un despertar de la luz, como un alivio brillante en la oscuridad de la habitación pesada de humo.

El flaco parecía, como suele ser y como está bien que sea, más un pastor de cabras que un pintor; rozaba con las cerdas de sus pinceles y sus palabras una realidad extrañísima en mi ciudad, pero no por eso menos real.

Los siguientes movimientos fueron veloces y precisos; estrella tras estrella, se constituyó el firmamento de esa remera. “Dentro de unos años, las remeras siderales serán multitud, man”, dijo, y arrojó el pincel al piso, como al descuido, como si el objeto ya hubiera cumplido su misión y le tocara morir en el desdén como precio.

“La mano del pintor, el pincel y el paño son uno, man. ¿Comprendes?”, dijo con los ojos incendiados, y continuó: “Nada de lo que ves será real o irreal mientras no aprendas a leer entre líneas. La realidad tiene un doble fondo, cada circunstancia es ella misma y su negativo. Sólo el hombre sabio puede distinguir entre lo falso y lo verdadero, porque en su camino hacia la sabiduría ha transitado todos los caminos.”

Agotado por el esfuerzo de la pintura, y tras dudar un tiempo rondando la habitación, fue a aterrizar a un sillón desvencijado que ni siquiera parecía estar ahí. Era una fabulosa comunión de espectros la de ambas negruras, una fusión perfecta: flacos y desencajados, hombre y sillón eran la misma cosa.

En la pared, por encima del sillón, una foto vieja miraba alrededor con pertinacia. Sobre el papel de la foto ya deshecho, ajado hasta la aniquilación, persistía la mirada de un emperador. Por debajo, ajena incluso al papel en la que estaba inscripta, una semblanza sagrada circunscribía y potenciaba la insistencia de la imagen. Desde ese trono improvisado que no se distinguía de su propio cuerpo, la delgadez del pintor miraba fijamente un punto mucho más allá de la pared que tenía delante, un punto que quizás le fuera más cercano en el tiempo que en el espacio.

En un movimiento abrupto, llamado por un pulso extraño a mis percepciones, me dirigió la mirada: “La perfección es un camino que parece imposible antes de ser andado, pero una vez que el viajero da el primer paso, toda maleza se va abriendo. Y nadie puede enseñar a otro esta verdad, porque hay tantas perfecciones como hombres y mujeres en el mundo.”

Alzando la mano, crispados ya todos sus músculos flacos, dijo; “¡Mierda!, cada vez sueño más con la remera improbable. Sé que hay una en el Universo que las resume a todas y lleva mi rostro estampado. Lo que me molesta y me gusta es que no la haya pintado yo.”

Se hacía tarde, pero los datos temporales parecían, para el pintor, fuera de lo fundamental. “Desearía que empieces a ignorar todo cuanto yo pueda decirte y comiences a buscar la remera perfecta, man. Para eso te he mandado a llamar. Sé que anda por ahí, y sé que la usa la persona perfecta, porque una remera y la persona que la lleva son la misma cosa, man.”

Desde aquel encuentro con El Pintor Negro, yiro las calles de mi Rosario buscando al sucesor, al Elegido para el Tercer Reinado, al príncipe de las remeras de rock. Encontré falsos mesías, sofistas del fanatismo infundado, díscolos disfrutantes de la música, monjes en sus negros trajes de sufrir; pero jamás he podido hallar al Elegido.

Quizás este sea mi camino hacia la perfección, buscar la remera de rock perfecta en esta Babel del Rock; una aguja en un pajar. Y tal vez el camino implique no volver jamás a la galería del Pintor Negro.

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