4.3.08

El dueño del fuego

A los que las circunstancias de la vida han negado el pleno derecho humano del goce de una cocina. Y a los buenos cocineros por la maestría, y nuestro consecuente disfrute, en su generosa y exquisita administración del fuego.


"El hombre es un animal que cocina. Las bestias tienen memoria, juicio
y todas las facultades y pasiones de nuestra mente en cierto grado,
pero no hay ninguna bestia que sepa guisar."
James Boswell


Hace millones de años, “en la infancia de la humanidad” diría algún evolucionista, poseer el fuego era ostentar el poder, ser dueño de la vida propia y de la muerte ajena.

Un día, aunque más bien debe haber sido una noche (y seguramente invernal), el hombre descubrió que podía manejar, casi a voluntad, la combustión de ciertos elementos; anulándola, resguardándola o dándole inicio. De allí a la cocina hay un solo paso. Inmenso, pero uno solo.

Existen muchas maneras de entrar en una cocina. Y no me refiero a la cantidad de entradas que posea la estancia. Tampoco me refiero a las posiciones corporales a adoptar en el instante de trasponer la puerta de ese sagrado recinto. Estoy aludiendo a la condición espiritual con la que uno debe meterse en ese espacio dado a la supervivencia y al goce.

En realidad, el ingreso a la cocina debiera ser, siempre, una experiencia que raye lo místico; o al menos que provoque una sensación, no importa cuál. La cocina es, entre todos los lugares de la casa, el más plenamente artístico.

Hay en ese reducto sublime un sentido tradicional y, a la vez, revolucionario. De hecho, contiene un abanico enorme de climas desde la heladera hasta el horno; lleva palabras a la boca, hace callar con los bocados; suenan las herramientas y la vajilla en miles de tonos; la paleta de colores posibles es infinita, admitiendo infinitas combinaciones; las formas, las texturas y los volúmenes se mezclan y funden en un resultado subversivo. Y ni hablar de los olores, esos ecos espirituales tristemente olvidados por muchos artistas.

Además, en la cocina se despliegan, se desarman, se disgregan y vuelven a reintegrarse, como los elementos de un plato, las más finas hebras del alma del cocinero. Y de su carácter.

Alguien dijo que “tu casa es donde están tus libros”; yo pienso que tu casa es todo lugar donde exista una cocina amigable, donde esté TU cocina. Aquella que evoque, en sus humores, a la de tu propio hogar, el de ayer o el de hoy.

Es verdad que uno no puede trasladarse de visita en visita, de fiesta en fiesta, de trabajo en trabajo con sus propias ollas y cuchillos (bueno, lo de los cuchillos depende del trabajo); pero uno siente como vividas algunas cocinas que le traen el calor de lo familiar.

Un condimento importante es que la cocina lleva la marca de la personalidad de quien la habita. Por lo tanto, podemos conocer a un tipo o una tipa apenas le registramos “por encima” los utensilios culinarios. Nos damos cuenta si es soltero, si es casado, si “se arregla con cualquier cosita” o si necesita espacio para un despliegue extrovertido.

Hay ciertas casas en que la habitación principal es la “sala de estar” (de allí el nombre que le dan en esas casas); otras en que son los dormitorios. Por último, están aquellas en las que vive la gente que uno ama: las casas en las que todo acontecimiento importante transcurre en la cocina.

En esas casas, mejor dicho, en casa de esas gentes, el mate ronda cerca de las hornallas, cerca de donde se tuesta el pan de ayer para recordar los momentos que acompañó e imaginar los futuros posibles. En casa de esas gentes es donde se reúne lo poco con lo mucho y la abundancia con la nada, y con esa mezcla se cuece el puente hacia el otro día.

El Flaco Viejo me dijo una vez, entre tantas cosas que ha dicho, que “no es pavada dar comida, salvo que el plato principal sea un pavo”. Y es verdad: cuando uno ofrece el pan da mucho más que la harina y su proceso: da todas las instancias de la reparación, de la restauración. Da todo lo que uno tiene porque da todo lo que uno es.

En esas oportunidades, el cocinero nos refugia y nos alumbra, nos tiende aquel puente hasta el otro día, nos impulsa. Si nos negara ese puente y ese impulso, podría acaecer la muerte. Es él quien administra, como en la “infancia” de la especie, la experiencia de frotar un leño y corregir el frío. El cocinero ejerce la potestad sobre el fuego.
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