29.2.08

Mañanas laborales - Eclipse medialunar (versión II)

Es la franja horaria de cuasivigilia, el doloroso momento prelaboral de una mañana laboral. 7 a.m., piloto automático: 1) Impedir que suene la alarma del reloj metiendo el brazo dentro de esa oscuridad profunda del umbral que separa al sueño de la vigilia. 2) Recorrer con los pies los bordes de la cama para ubicar el jean. 3) Meterse dentro de la prenda con los ojos cerrados. 4) Salir de la habitación. 5) Abrir los ojos.

Piloto semiautomático: 1) Dar el desayuno a Eber que impacientemente maúlla con inflexiones sus largas quejas por el retraso. 2) Lavarse los dientes y acometer menesteres varios del "lugar sagrado".Ahora sí empieza el día para mí; y para el barrio.

Salimos a la calle y nos saludamos por Balcarce, nos saludamos doblando por 9 de Julio, nos saludamos hasta España, y nos saludamos cada vez que alguien llega a esperar el colectivo. Siempre los mismos a la misma hora. El "Buenos días" de hace algunos meses, ya se ha transformado en un “Buenas” cordial; y en ciertos casos, hasta en un jocoso “¿Qué tal, cómo andás?”. Por supuesto que con la jocosidad que permite la hora y la situación.

En mi camino hacia la parada de colectivos, más precisamente en la esquina de 9 de Julio y Dorrego, hay un bar. Mirando como si nada a través de la ventana, me ve pasar el pelado que desayuna. Detrás de la mirada del pelado, cada día aparece la gordita de la Dietética, mi personaje favorito. No desayuna en el bar como el pelado, compra medialunas de manteca.La veo salir con una bolsita a punto de estallar de tantas calorías, y me da la sensación de que trata de ocultarla cuando pasa rumbo a su Palacio Light; quisiera dejar de importunarla con la mirada, pero no puedo librarla del deleite que me provoca.

Y mientras mi cabeza acompaña su paso, pienso en el placer redondo que sentirá al trabar por dentro la puerta de la Dietética y anticipar, en la desesperación del primer mordisco, el banquete prohibido.La bolsa de medialunas es una luna de carbohidratos girando en órbita alrededor de la gordita. Como un astro, la mantiene dinámicamente atrapada, cambiándola de manos para esconderla, para que yo no advierta ni siquiera su culpa.

Tiendo a salirme de trayectoria absorbido por el cuerpo estelar que pasa por mi lado provocando sismos y desórdenes en el sistema que me incluye.

Mi diaria y fugaz compañera de mañanas laborales, la Estrella “Gordita”, no sabe que me ilumina con sus pasitos raudos, no imagina que ese rodeo que procura dar a las medialunas para esconderlas me hiere, no tiene la menor idea de lo mucho que ansío su desayuno, de lo que me gustaría que se produjera un eclipse medialunar.
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21.2.08

Tiempo complementario

Sobre una idea original de Eduardo Maino


A Carlos Alberto, Lisandro y Eduardo.


“...Si yo estoy pasando estaciones en la radio y de golpe encuentro una transmisión de fútbol que yo no esperaba, es como que me da la tranquilidad que todo anda bien en el mundo.”
Roberto Fontanarrosa


Apenas entristecidos por el desamparo que los cubre, van los viejos solos a la plaza. Imagen de todos los barrios, no conocen su número multitudinario. No saben que ese banco en esa plaza que se reproduce por millares en todo el mundo podría levantar revoluciones y trazar, como en una jugada magistral de dominó, el camino perfecto hacia el cero.

A mí me gusta sentarme cerca del banco correspondiente a mi plaza, el banco cero de la partida de mi mundo, y escuchar atentamente las historias que cuentan los jugadores mientras disponen las fichas en las que se les va un poco más que la vida.

Suelen hablar mal del gobierno de turno y bien de algún otro arrastrado en la nostalgia; suelen repartir elogios a las bellas mujeres de su juventud, que precisamente por ser bellas ganan donaire con los años y gustan más a “los muchachos”.

También hablan de autos y boxeo. Me gusta cuando hablan de boxeo. Pero lo que más me atrapa son sus charlas de fútbol. Es cierto que siempre se cuentan las mismas historias y discuten sobre el mismo eje, pero es ese y no otro el camino para llegar al punto cero.

Creo que ya casi adivino cada palabra de las distintas anécdotas, cada gesto de la audiencia... si hasta sé cuándo le van a sacar una sonrisa a la inmutabilidad de mi cara de atención. Automáticamente, cuando voy a sonreír, pienso: “busca la perfección en algo y serás virtuoso”.

La mesa de la que yo hablo, a pesar de ser universal (y quizás por eso mismo), convoca a seres muy particulares. Entre ellos, a Domingo Pedro. De vez en cuando, Domingo Pedro aprovecha el silencio provocado por una buena jugada y, con la autoridad que esto le confiere, comienza su anécdota en replay.

Nunca le dio mucha bolilla a la televisión. Para él no existía. Eso sí, la radio era otra cosa, ahí se vivían los asuntos. Hombre acostumbrado a escuchar (según contaba), prefería la radio. Hace años le habían confesado que cuando uno ve la transmisión televisiva de un partido y oye el relato radial al mismo tiempo, se produce, o mejor dicho, se confirma, algo que todos sabemos bien: la radio va más rápido que la tele. En el sentido amplio de la frase.

La primera vez que a Domingo Pedro le presentaron este fenómeno lo atribuyó a la imaginación senil del presentador, y le dispensó la atención que las circunstancias y la televisión le merecían. La segunda vez ya fue más claro: no le dio pelota. Y así las demás veces; por lo que jamás se dignó a someter semejante afirmación al método científico y poner a prueba el fenómeno.

Consecuentemente, solía acompañarse a los partidos con su portátil: salía despacio por el pasaje Drumond hasta Rueda, y se acercaba a la cancha oyendo la previa en AM.

Un día importante, durante un torneo importante, hizo lo mismo de siempre: salir por Drumond hasta Rueda, y de allí al tranquito hasta el estadio escuchando AM.

Las cosas importantes llegan sin que uno se dé cuenta, así que sin notar nada se acomodó en el lugar de siempre, un poco por cábala y otro poco por la cercanía del baño, oyendo las formaciones de los equipos, las discusiones que esto planteaba, el efecto del clima sobre los jugadores; una suma de hechos que, realmente, le resbalaban.

Apenas comenzado el encuentro, dice Domingo Pedro, “no va que los guachos de los visitantes la mandan a guardar”. Angustia. “No va que en el segundo tiempo, el 7 del cuadrito la calza y la mete”. Empate del cuadrito y más angustia, que esa situación es de presión extrema. Transcurre el tiempo y la angustia. Transcurre mucho más tiempo y más angustia, “y el cuadrito que no podía, y el cuadrito que aguantaba, y que casi se le daba el triunfo, y casi la derrota...” Y siempre la angustia.

Según parece, ese sábado el relato radial le ponía a la realidad un color raro, pintaba la cancha, lucía jugadores, iba comentando hechos que estaban por pasar. Un fault del 4 fue anticipado por el comentarista, y ya la cosa se ponía brava. La amarilla que se ganó el arquero visitante por demorar fue anunciada minutos antes. Una lesión jodida del zaguero central que nos dejaba tambaleante la defensa, se transmitió por el aparatito con antelación.

El tiempo de juego iba al paso de la realidad, pero la radio se le adelantaba. Domingo Pedro miró el reloj mientras los jugadores tiraban la pelota para arriba en la mitad de la cancha. Todavía le quedaban al encuentro quince minutos. Se paró en silencio, salió por Rueda hacia el Pasaje Drumond con la felicidad estampada en la cara.
“Quería ver pasar a la hinchada festejando el triunfo que aún ignoraban todos”, cuenta. Y preparando mi sonrisa confiesa: “No llevé más la radio a la cancha, y no le di más bolilla al asunto”.
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14.2.08

Lúdico

De niño no solía jugar con mis hermanas, a las que llevo 6 y 7 años. Se suponía que un hombre de 11 no podía andar tonteando con infantes tan menores, sobre todo si los infantes en cuestión eran niñas.

Además, siempre me consideré un clásico, sobre todo en público. Así que mis juegos no iban más allá del fútbol, la mancha o la escondida, disciplinas no aptas para etapas psicomotrices arcaicas, en las que se despliegan grandes cuotas de astucia, experiencia y sabiduría a las que no suelen ser proclives los mocosos.

Hoy, aprobadas ya todas las materias de la mancha y la escondida, y quedando pendientes sólo algunas unidades del fútbol que no pienso rendir, necesito imaginarme que en aquellos tiempos jugaba con mis hermanas, que estuvimos en el patio (no el de hoy, sino aquel), y que compartimos la patria infantil de lo lúdico, ausentes del otro mundo.

No quisiera saber que ellas, como yo, han crecido y aman hasta con la carne; que ya la risa se les hace más difícil, que ahora el llanto es más grave, que una pelea nuestra podría durar para siempre.

A esta altura de la vida, en la que sólo a veces compartimos unos mates o disputamos el baño de la casa materna, me suelo descubrir alegre por sus alegrías y triste por sus cosas tristes, como si hubiera perdido la concentración en escaparme o esconderme.

Y caigo en la cuenta de que para jugar con ellas necesitaría abandonar mi mundo, el que he construido tozudamente y con fervor, abandonar a mi mujer, dejar mi trabajo.

Si hoy jugara con ellas, del mismo exacto modo en que lo hubiera hecho antes, precisaría arrepentirme de mi adultez, y ese es otro juego que he levantado tozudamente y con fervor, que ha exigido el desarrollo de mis más elevadas aptitudes y, sobre todo, grandes cuotas de astucia, experiencia y sabiduría, a lo que no son proclives niñas recién llegadas a los treinta.
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4.2.08

Negativos

“Tenía la certeza de que me miraba, sin que estuviese seguro de que me viese: distorsión inconcebible: ¿cómo mirar sin ver? La fotografía separa la atención de la percepción; sólo muestra la primera, aunque es imposible sin la segunda.”
Roland Barthes


“Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada”, dice Paul Auster en “El cuento de Navidad de Auggie Wren”. Auggie había captado con su cámara, todos los días a las 7 y durante años, la misma toma. Por supuesto, nunca era la misma. En cada fotografía se repetían o intercambiaban las personas y sus ropas, se revelaban ligeras o abruptas variaciones climáticas, se acentuaba o disipaba la luz según iban mudando las estaciones. Jamás era la misma toma.

Cuenta Auster: “Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.”

Así trepa el escritor a su historia, que es, ni más ni menos, la historia de la cámara de fotos con la que el Sr. Wren fue construyendo su humilde y monumental obra de arte, su elogio de la constancia, su tratado visual sobre las tenues diferencias en el transcurso de los días.

En verdad nos resulta difícil percibir las diminutas diferencias entre los días; sentir que hoy, en relación con ayer y con mañana, no es sólo una hoja del almanaque sino, más bien, una consecuencia o una causa, un minúsculo hito en lo que recibimos como un continuum. Casi no nos damos cuenta de que nuestros movimientos son el positivo de nuestras quietudes. Y también al revés.

Distinto pasa cuando observamos viejas fotos donde la Tía Isabel o el Abuelo Jacinto eran rozagantes mozos, llenos de juventud; tomamos conciencia del robo que perpetra el tiempo. Aparecen los conocidos (los amados y los odiados, que en esto no hacen diferencia ni la vida ni su negativo, la muerte), más jóvenes, más viejos; más algo que ahora.

Y en el instante en que uno se introduce en la imagen, el entorno se diluye; ya no se ve un papel o una pantalla; se distinguen, simplemente, momentos. Negativos o positivos, sin importar la superficie sobre la que se plasmen.

Así como se ha dicho que el mapa no es el territorio, tampoco la foto es el objeto. Y nosotros, objetos de innumerables fotos, cargamos de toma en toma, de cumpleaños en cumpleaños, con un proceso. No nos damos cuenta, no advertimos los cambios en los pequeños cambios de los días. Y llega un momento en que esos sujetos que vemos en las fotos, convertidos en objetos, cercados por un recorte temporal, se han vuelto otros.

Somos, sin notarlo, testigos de esa otra gente que somos en las fotos, que son nuestros hijos y nuestros padres. Criamos hijos y los vemos crecer, nos crían nuestros padres y los vemos envejecer, pero nos evadimos del proceso fingiendo que nada ha cambiado, que tenemos aún 7, 18 ó 36 años.

“La fotografía” hace que toda imagen sea, ficticiamente, vívida. Cuando encontramos en los armarios esas cajas llenas de imágenes mágicamente dibujadas en un pedazo de cartón pensamos que todas son, en definitiva, tomas de este momento.

Es que “la fotografía” contamina el tiempo; irrumpe, recrea, como la literatura, momentos irreales, otros lugares. Más allá del papel impreso vemos una realidad que se amplía. U otra realidad, igualmente real que el estar viendo fotografías.
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