22.4.10

Dos hombres pescando

Dos hombres pescando es diferente. No es lo mismo que un pescador en soledad, o que un grupo de tres o más. No es una situación ni mejor ni peor, sólo que es distinta, tiene otro valor: las charlas y los silencios se tiñen con matices que no se logran de otra manera.

Por eso, me gusta apartarme con mi viejo cuando pescamos. En realidad, me gusta acompañarlo cuando se aparta, romper el valor que intenta crear en su soledad pescadora y formar ese otro, ese valor único de dos hombres llamando a los peces. Yo sé que él prefiere, algunas veces, la dimensión del aislamiento mudo al borde del agua; ya podrá, yo no tengo muchas oportunidades de ser la mitad de dos hombres pescando.

Así es que lo sigo, cargo algún pertrecho como excusa y empiezo a caminar hacia donde va. En algún momento se detiene, observa el agua y el cielo, y decide que ese lugar es el propicio. Creo, a decir verdad, que no mira el agua y el cielo como pudiera hacerlo cualquiera que no fuese pescador; para él son una misma cosa. Donde nosotros observamos una separación, los pescadores ven una continuidad. En su instinto se afloja una tensión, se produce un descanso; “es” el lugar indicado. Se asienta y en silencio, haciendo el mínimo gasto de energía posible, arma sus cañas y arroja la suerte.

Ahí llego yo, con algún reel extra, mi caña, o cualquier otro pretexto para formar el conjunto ideal. Sentados sobre la caja legendaria nos miramos, miramos el lago, nos pasamos algún cigarro; todo en el instante preciso y muy despaciosamente, cada tanto: la ceremonia del llamado al pez. Dicen que cuando los rituales se realizan correctamente y con una fe tan férrea que implique no pensar en nada, vienen los peces grandes.

Cada tanto también, entre silencio y silencio, algo rompe la burbuja, y está bien; algún biguá que patalea en el agua para remontar, alguna embarcación, algún pescador en retirada. Elementos del paisaje que, incluso, suelen ser nuestras voces. Cierta vez, en una grieta que le hizo a lo callado, me contó del año 67, del año del Sur, del pescador que ya era antes de la colimba y del maestro que fuera después. Sentados espalda contra espalda, me dijo que el silencio era un refugio o un temporal, según quiénes lo compartieran.

Se había ido a Río Negro, buscando vaya uno a saber qué parte de sí. Cargó sus ropas, su Siambretta y su humanidad en el tren hasta Choele Choel. Desde allí, en moto hasta Colonia Josefa, donde en su instinto de viajero se juntaron el cielo y la tierra. La escuelita en la que estaba destinado a ser “el Señor Maestro” lo esperaba. Veintidós años tenía “el Señor Maestro” cuando entró bajo ese techo de tejas rojas.

Me lo imagino solo en la estación de trenes, aunque ahora sé que lo despidió mi madre joven. No sé por qué siempre lo imagino solo, será tal vez porque en mí, que soy su hijo, se proyecta su imaginación. O por otros asuntos que sí sé, pero callo con su propio silencio. Me lo hago despidiéndose de mis abuelos jóvenes en la puerta de la casa. Tengo una imagen clara de su llegada a Colonia Josefa después de cruzar el desierto de planicies sembradas por Roca, en el Valle Medio. Seguramente bajó de su moto de Pocho del desierto, dejó sus pocas ropas y contó sus pesos pocos, y empezó a habitar ese lugar asombroso.

Hubo un tiempo, me dijo, en que tuvo que hacerse cargo de los alumnos él solo, de los alumnos y de las provisiones, calculadas con exactitud, que llegaban una vez a la semana en el mismo tren que lo había depositado en Choele Choel. Pero más tarde, otro maestro llegó para romper el valor que significa un maestro solo, y formar ese otro distinto que es el de dos maestros enseñando juntos.

Francisco, el entrerriano, el otro “Señor Maestro” de ojos marrones como el Paraná pero brillantes como el Uruguay, empezó a compartir las jornadas de mi viejo, a desenredar la soledad de las seis de la tarde, esa hora en que un mate es casi todo lo que hace falta y lo único que se reconoce como artificio, ese momento en que van quedando pocas cosas que evoquen la presencia humana más allá de la propia existencia. El mate trae, con la nueva yerba de cada día, las viejas compañías que lo animaron.

Dice mi padre viejo que un día después de mucho tiempo de vivir juntos, de enseñar y de aprenderse, de sufrir y nacer y alegrarse en la alegría propia y en la ajena; un día, seguramente un domingo, mi padre joven salió a pescar junto al Pancho. Me parece intuir en los resquicios del relato que éste lo habrá seguido, cargando algún pertrecho como excusa. Mi joven viejo habrá encontrado el lugar que el instinto le señalara como justo para lanzar las líneas y la plegaria profana de los pescadores.

Sentados, se habrán mirado, habrán mirado el agua, se habrán pasado algún cigarro; todo en el instante preciso y muy despaciosamente, cada tanto: la ceremonia del llamado al pez. Dicen que cuando los rituales se realizan correctamente y con una fe tan férrea que implique no pensar en nada, vienen los peces grandes, y aunque la pesca no fue buena esa vez, se sabe que los pescadores estaban convencidos.

Los entrerrianos cargan con cierto verdor en el idioma; con ese verde, dice mi padre que Pancho, en el momento que el instinto le indicó como propicio, le dijo:

- Alberto, ¿te puedo hacer una pregunta?

- Si, por supuesto. Le contestó.

- ¿Vos y yo ya somos amigos, no es cierto?

- Si, por supuesto, ¿por qué?

- Porque el silencio no nos molesta. Dijo verdemente Pancho.

Aquí mi viejo viejo hizo una pausa, pitó de su cigarro y dejó el relato descansando, durmiendo tal vez otra siesta de cuarenta años hasta volver a ser contado. En el momento que su instinto de pescador le indicó como propicio miró a lo lejos, tiró el pucho al suelo, y se quedó callado.

|

21.4.10

Sol adolescente

“Llagas en la fruta.

Tierna edad en flor.”

In Bloom – Nirvana

Veintisiete años fue la edad en que el sol dijo que siempre sobran razones para morir, y se apagó por aumentar su brillo. Cuando su incandescencia parecía proyectarse hasta la insoportable ceguera de quienes estábamos debajo, cuando el futuro de la luz adquiría la eternidad, ese sol sofocó su tiempo. Kurt Donald Cobain había renacido el día de su ocaso.


El recuerdo de las estrellas que se han ido se hilvana con la rústica hebra de las partidas y no con la fibra sedosa de las llegadas. Por eso el 20 de febrero de 1967 es, en definitiva, una fecha más en el calendario; simplemente, un muelle donde anclar para aguantar la tormenta y seguir; una oficina donde disponer un acta con la caligrafía anquilosada de un notario. El verdadero punto de partida fue en un futuro que hoy pensamos como pasado.


No resulta curioso que decidiera oler a espíritu adolescente, como si el amarrarse a un periodo de transición fuera el estado deseado para siempre, como si la beligerancia de su propio espíritu le hubiera indicado que esa etapa era la tierra prometida. Así, tampoco llama la atención que haya intentado, al bautizar una banda de rock, vencer el padecimiento de renacer una y otra vez en interminables ciclos. Nirvana: el estado final de las almas puras, la quietud, el cese.


“Famoso es la última cosa que quise ser”, había dicho antes de su muerte. O de su nacimiento, que para el caso es lo mismo. Y con ese empecinamiento que pone a veces el destino para contradecir a las almas, su guitarra, su poesía, su magia y su angustia invadieron todas las revistas. Desde Seattle, ciudad de lluvias tenaces, ese sol iluminó la superficie del Planeta con su fulgor estridente y distorsionado.


No cabían más poemas borroneados en los bolsillos del jean, no cabían más jeringas en las venas, no más. No había ya espacio ni tiempo en la inmortalidad del sol que se iba oscureciendo a fuerza de fulgir.


El 5 de abril de 1994 comenzó a alumbrarnos. Desde entonces, los navegantes de las inabarcables aguas del rock estamos perdidos. Desde entonces, naciente y poniente se nos confunden.

|

19.4.10

El trazo perfecto

Lo primero que dijo fue que trabajaba para cambiar al mundo, y que una remera tenía el poder suficiente. Me pareció reconocer, en la lentitud con que pronunciaba esas palabras, cierta intención ritual, la perfección de un gesto practicado miles de veces.

Ensayó con su puntiaguda mano un trazo en el aire, como tratando de capturar del Universo las formas que irían a chocar contra la tela. Tras unos cuantos segundos arrojó en el primer trazo una estrella de oro, firme y voladora. El pincel rayó el paño de algodón y tan sólo eso fue como un despertar de la luz, como un alivio brillante en la oscuridad de la habitación pesada de humo.

El flaco parecía, como suele ser y como está bien que sea, más un pastor de cabras que un pintor; rozaba con las cerdas de sus pinceles y sus palabras una realidad extrañísima en mi ciudad, pero no por eso menos real.

Los siguientes movimientos fueron veloces y precisos; estrella tras estrella, se constituyó el firmamento de esa remera. “Dentro de unos años, las remeras siderales serán multitud, man”, dijo, y arrojó el pincel al piso, como al descuido, como si el objeto ya hubiera cumplido su misión y le tocara morir en el desdén como precio.

“La mano del pintor, el pincel y el paño son uno, man. ¿Comprendes?”, dijo con los ojos incendiados, y continuó: “Nada de lo que ves será real o irreal mientras no aprendas a leer entre líneas. La realidad tiene un doble fondo, cada circunstancia es ella misma y su negativo. Sólo el hombre sabio puede distinguir entre lo falso y lo verdadero, porque en su camino hacia la sabiduría ha transitado todos los caminos.”

Agotado por el esfuerzo de la pintura, y tras dudar un tiempo rondando la habitación, fue a aterrizar a un sillón desvencijado que ni siquiera parecía estar ahí. Era una fabulosa comunión de espectros la de ambas negruras, una fusión perfecta: flacos y desencajados, hombre y sillón eran la misma cosa.

En la pared, por encima del sillón, una foto vieja miraba alrededor con pertinacia. Sobre el papel de la foto ya deshecho, ajado hasta la aniquilación, persistía la mirada de un emperador. Por debajo, ajena incluso al papel en la que estaba inscripta, una semblanza sagrada circunscribía y potenciaba la insistencia de la imagen. Desde ese trono improvisado que no se distinguía de su propio cuerpo, la delgadez del pintor miraba fijamente un punto mucho más allá de la pared que tenía delante, un punto que quizás le fuera más cercano en el tiempo que en el espacio.

En un movimiento abrupto, llamado por un pulso extraño a mis percepciones, me dirigió la mirada: “La perfección es un camino que parece imposible antes de ser andado, pero una vez que el viajero da el primer paso, toda maleza se va abriendo. Y nadie puede enseñar a otro esta verdad, porque hay tantas perfecciones como hombres y mujeres en el mundo.”

Alzando la mano, crispados ya todos sus músculos flacos, dijo; “¡Mierda!, cada vez sueño más con la remera improbable. Sé que hay una en el Universo que las resume a todas y lleva mi rostro estampado. Lo que me molesta y me gusta es que no la haya pintado yo.”

Se hacía tarde, pero los datos temporales parecían, para el pintor, fuera de lo fundamental. “Desearía que empieces a ignorar todo cuanto yo pueda decirte y comiences a buscar la remera perfecta, man. Para eso te he mandado a llamar. Sé que anda por ahí, y sé que la usa la persona perfecta, porque una remera y la persona que la lleva son la misma cosa, man.”

Desde aquel encuentro con El Pintor Negro, yiro las calles de mi Rosario buscando al sucesor, al Elegido para el Tercer Reinado, al príncipe de las remeras de rock. Encontré falsos mesías, sofistas del fanatismo infundado, díscolos disfrutantes de la música, monjes en sus negros trajes de sufrir; pero jamás he podido hallar al Elegido.

Quizás este sea mi camino hacia la perfección, buscar la remera de rock perfecta en esta Babel del Rock; una aguja en un pajar. Y tal vez el camino implique no volver jamás a la galería del Pintor Negro.

|