23.4.08

El rezo del pez

Alguna vez en San Luis, sentado a las orillas del dique La Florida, escuché entre bromas el siguiente rezo: “Dios: hazme pescar un pez tan grande que no tenga la necesidad de mentir”.

Y es que en ese San Luis de la niñez era muy importante ser un buen pescador; tanto que hubo épocas en las que llegué a pensar que el rito de iniciación hacia la adultez era la posesión de la primera caña y el primer reel. Crueldades de la vida, que luego me hizo creer que todo eso era mentira y me impuso otros ritos y otras primeras posesiones (además de muchas pérdidas) como horizontes de una madurez que, en realidad, nunca he alcanzado.

Ser un buen pescador era definido en relación directa con la cantidad y el tamaño de las presas conseguidas. De hecho, no era lo mismo llegar a casa de la abuela con doscientas cuatro mojarritas y un bagre, que con quince pejerreyes de buenas dimensiones y una sombra de victoria hiriéndonos la frente.

Particularmente, más que el hecho de arrojar la caña y esperar, yo amaba las jornadas previas a la pesca, los preparativos: buscar las lombrices en el patio procurando no arruinar las dalias, completar los implementos del equipo, comprar los alimentos. Todo en una sincronía perfecta: cada miembro del grupo tenía su misión y la cumplía sin fallas.

Llegada la noche señalada, me fascinaba ver a mi padre recibiendo como un gran patriarca a los demás pescadores y a sus hijos: el jefe de la tribu en las antiguas oscuridades de la humanidad (de mi humanidad) organizando la expedición en busca del alimento de todos.

Alrededor de los mayores siempre estaban los más chicos, correteando perdidos en su mundo; no advertían aún lo fundamental que serían esas noches en sus vidas. En un segundo plano nos manteníamos los recientemente iniciados, los púberes que ya poseíamos cañas y “reeles”, tratando de aprender todo cuanto podíamos. Escuchábamos con suma atención cada palabra, cada chiste; observábamos los gestos obsesivamente porque queríamos ser “esos” pescadores.

En algún momento entre las horas que separaban la “última cena” de la partida, cada pescador verificaba sus pertrechos: había un solo responsable de cada equipo de pesa; el dueño. Luego, llegado el momento de armar y lanzar a la suerte la plomada y los anzuelos, no se admitían remilgos.

Esos aprontes, esa excitación que nos llevaba al punto de no dormir en toda la noche esperando la madrugada para partir, representa en mis recuerdos lo más maravilloso de la pesca.

Hoy ya no soy pescador de peces, sino de imágenes, de gestos, de sensaciones; de todo cuanto pueda atrapar con mi anzuelo sutil de la sensibilidad abierta. De cualquier forma, sigo siendo pescador, un pescador de impresiones.

Así es que cuando, cada tanto, el dios del sacrificio de los peces me convoca, suelo acercarme al borde del Paraná a esperar la llegada de los verdaderos pescadores. Tiendo sobre la ribera la paciencia de mis años púberes y, si hay suerte, pronto pica el primero.

Suele ser que llegue y me salude con la mano, en el silencio que caracteriza a quienes tienen trato con los habitantes de las profundidades. Suele ser que después de saludarme se acuclille alrededor de su caja de pescador, su caja mágica, y que la abra con una parcimonia increíble; como quien desenvuelve un delicado regalo llegado de muy lejos.

Casi siempre, suele ser que se tome un tiempo para semblantear el río antes de arrojar. Ese es el momento en que la espera deja de existir para dar paso a la esperanza. Sé que entonces reza aquel rezo escuchado en mis horas de aprender, medio en broma y bastante en serio: “Dios: hazme pescar un pez tan grande que no tenga la necesidad de mentir”.

Y si el dios del sacrificio de los peces está de buenas, llegará un pez grande como un sol acuático iluminando la noche, como un encendido júbilo con su tornasolado traje de carnaval. Y en medio de la oscuridad habrá parido el agua, a la vez que la luz, un alimento y la honra del varón que vuelve a casa con su hombría en las manos. Se habrá satisfecho el hombre que, al quitarle un pez a las aguas, sacia sus ansias de ser pez; sus ansias movidas por el dolor de no serlo y por la admiración.

Llegada la hora del regreso a la urbanidad a la que me obligo sin clemencia, también se habrán satisfecho mis ansias de ser pescador, mis ansias movidas por el dolor de no serlo y por mi admiración.
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9.4.08

Eber vs. El Veterinario

“El gato es inquietante, no es de este mundo. Tiene
el enorme prestigio de haber sido ya Dios.”
Federico García Lorca – “Canción novísima de los gatos”



“El Gato no es un animal vegetariano”, me dijo El Veterinario con la autoridad que le confiere el haber estudiado muchos años para poder emitir esa frase sin que nadie pueda refutarla. No obstante el tono seguro con que la formuló, y con el fin de apuntalar su aseveración, comenzó a darme las razones por las cuales yo debía convencerme de la idea: “1) El Gato tiene la dentadura preparada para desgarrar a sus presas; 2) El Gato tiene las uñas preparadas para desgarrar a sus presas; y 3) El Gato es un cazador que luego de atrapar a sus presas, las desgarra”. Una verdad desgarradora, realmente. A veces es mejor ignorar ciertas cosas.

Acto seguido, y pese a semejante clase de comportamiento animal, El Veterinario me sugirió que le diera a Eber solamente alimento balanceado. Una contradicción que mandaba “nada de leche y nada de carne, ya que el agregado nutricional que esto supone implicaría ciertos desniveles en lo que se considera una dieta sana para un felino como la gente. Y por supuesto”, dijo como si yo debiera saberlo, “ni hablar del hígado”.

Cuando le transmití la cruda noticia a mi gato, únicamente atinó a mirarme, creo yo en una expresión que evidenciaba su desencanto; no, más bien su desconsuelo. O tal vez, ahora que lo pienso, no sé si su cara no correspondía mejor a que no me entendió nada de lo que le dije. También puede haber estado haciéndose el sonso, para lo cual los gatos tienen una capacidad envidiable.

En definitiva, no puedo adivinar qué significa esa mirada que me echó como quien echa una mirada desconcertante.

Por otro lado, es probable que se haya arrepentido de haber confiado en mí sus cuidados, en haberme adoptado como “amo” (palabra que indica que no debe obedecerme, ni servirme, ni serme útil en ningún sentido práctico sino, por el contrario, que yo esté a su entera disposición)

Además, he notado que desde que come solamente ese “alimento” que viene en bolsas su servicio de control de vectores se ha vuelto muy deficiente. Me parece que se trata de una señal protesta; me lo imagino cruzándose de garras y diciendo airoso: “¡Ese no era el trato...!”. Muy propio de Eber, que además es un gato que se cree tigre.

Igual, ante esta situación de roedores libres en la casa, me tranquilizo pensando que el hecho de que ya no cace tantos ratones como antes no deja de ser bueno; cazar ratones le acarrearía, según El Veterinario, un desorden dietario de magnitudes. Lo cual aumentaría los cuidados debidos al animal, que seguramente enfermaría. Lo que implicaría, a su vez, que tenga que llevarlo nuevamente al veterinario; quien recetaría aumentar la dosis de alimento balanceado y comprar veneno para ratas, advirtiendo seriamente de los peligros de confundir los envases. Un verdadero círculo vicioso.

Con todo esto, me doy cuenta de que no conozco profundamente a mi gato. Y que es él mismo quien siembra las intrigas que tejen nuestra relación. Se encarga de mantenerme preocupado a fuerza de caras que yo pienso de desaprobación. Llega al extremo de solicitar caricias luego de reprobar una ración de “alimento”. El colmo de la perversidad animal.

Lo cierto es que Eber, como buen gato, es inabarcable, inmenso. Uno nunca sabe, por ejemplo, qué miran a la distancia los gatos, y con tanta atención. Parece que conocieran los fantasmas de la casa y entablaran extensos diálogos telepáticos con los espectros que sólo ellos distinguen.

Siempre están cerca de nosotros, pero no tanto. Ambos, espectros y gatos. Pero a diferencia de los espíritus, los michifuses dejan que nuestra mano los acaricie. Así, en la entera longitud de su cuerpo, raspa nuestra palma desde la cabeza. Ellos se encargan de marcar el límite con la cola que, al levantarse, indica “volver a la cabeza y empezar de nuevo”. Una y otra vez hasta que nuestro brazo se canse.

Jamás estudié veterinaria, pero en el entredicho con El Veterinario y a favor de mi gato, puedo asegurar que el profesional se equivoca. Y mi argumento es muy contundente en su simpleza: nadie sabe lo que es bueno para los felinos; nadie los conoce, nadie puede conocerlos. Todo es una gran incógnita en el universo de los gatos.
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1.4.08

Falsario


“La mentira es un triste sustituto de la verdad, pero
es el único que se ha descubierto hasta ahora.”
Elbert Hubbard



Más conocido por su título nobiliario de Barón de Münchhausen, Karl Friedrich Hieronymus fue un valiente soldado alemán que en el Siglo XVIII luchó contra los turcos sirviendo en el ejército ruso.

Karl era hermano menor de Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac, un arrogante francés de pluma y espada muy afiladas, que un siglo antes había hecho todo lo que estaba a su alcance para ser recordado eternamente.

Es cierto, dada la distancia temporal y geográfica que los separa, que los hermanos no se conocieron, y que jamás compartieron nada, excepto el valor y la fama. Ni madre, ni padre, ni desayuno, ni peleas por sus ropas. Sólo el lazo de la fama conseguida con valentía.

No obstante su fraternidad en el coraje, que hizo que protagonizaran hazañas de similar portento, sus reputaciones siguieron caminos dispares: el mayor, Cyrano, pasó a la historia como un romántico espadachín que gastaba su tiempo libre (es decir, cuando no estaba batiéndose a duelo) en seducir a toda persona que llevara guardainfante y escote. Lo cual, obviamente, le traía aparejados más duelos. El tipo se aseguraba la diversión.

Por su parte, el frío y serio hermano alemán, pasó a ser conocido como uno de los más burdos fabuladores de todos los tiempos, tanto que dos siglos más tarde se bautizó con el nombre de “Síndrome de Münchhausen” a una patología psicológica que lleva a quienes la padecen a inventar o agravar dolencias físicas en pos de atención.

Resulta que lo único que hizo el Barón de la mala fama fue contar sus proezas militares al regreso de la campaña. Cosa que por otro lado también debe haber hecho Cyrano.

La cuestión es que Karl no tuvo en cuenta el daño que puede hacer la crítica con acceso a los medios de comunicación: Rudolf Erich Raspe, un listillo científico y escritor que se encargó de recopilar sus relatos y caricaturizarlos, difundió la figura del Barón que hoy conocemos. Es muy probable que Raspe, que como lo hacían Karl y Hercule con las mujeres se dedicaba a coleccionar enemigos, contara en su repertorio de adversarios al Barón.

Así nace el “Relato que hace el Barón de Münchhausen de sus campañas y viajes maravillosos por Rusia”, que Raspe publicó en inglés en 1785. Karl padeció en vida los ecos de esta obra que le entristecieron terriblemente sus últimos años.

Creo yo, en honor a que me importa un bledo que me cuenten la verdad y para cubrir con un manto de justicia la figura del notable alemán, que el hecho mismo del relato excede ampliamente los requerimientos de lo que “debe ser cierto”. Hay en el relato un grado de mentira que lo hace bello y poderoso, que lo hace relucir y lo disculpa. De no ser así, Las mil y una noches, por ejemplo, nos debieran parecer patrañas inadmisibles, siendo que nadie pasa por el colador de “la verdad” sus historias. Más bien, uno se deja llevar a esos “no lugares”, a esos momentos utópicos como quien es llamado a la mesa del almuerzo.

Es que el relato de un suceso no es, ni puede ser, el suceso mismo; sino un puente que el narrador tiende entre dos tiempos: el presente en el que estamos y el tiempo de lo contado, que no debe ser encerrado estrictamente en la linealidad cronológica de los mortales. En ese sentido, quien cuenta una historia tiene el deber de ponerle nuez moscada, de salarlo lo suficiente como para que la distancia temporal se sortee de manera placentera.

Lo contrario sería una mera crónica, una declaración en la comisaría, que mal que le pese al sumariante, lejos está de ser literaria.
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