Dos hombres pescando
Dos hombres pescando es diferente. No es lo mismo que un pescador en soledad, o que un grupo de tres o más. No es una situación ni mejor ni peor, sólo que es distinta, tiene otro valor: las charlas y los silencios se tiñen con matices que no se logran de otra manera.
Por eso, me gusta apartarme con mi viejo cuando pescamos. En realidad, me gusta acompañarlo cuando se aparta, romper el valor que intenta crear en su soledad pescadora y formar ese otro, ese valor único de dos hombres llamando a los peces. Yo sé que él prefiere, algunas veces, la dimensión del aislamiento mudo al borde del agua; ya podrá, yo no tengo muchas oportunidades de ser la mitad de dos hombres pescando.
Así es que lo sigo, cargo algún pertrecho como excusa y empiezo a caminar hacia donde va. En algún momento se detiene, observa el agua y el cielo, y decide que ese lugar es el propicio. Creo, a decir verdad, que no mira el agua y el cielo como pudiera hacerlo cualquiera que no fuese pescador; para él son una misma cosa. Donde nosotros observamos una separación, los pescadores ven una continuidad. En su instinto se afloja una tensión, se produce un descanso; “es” el lugar indicado. Se asienta y en silencio, haciendo el mínimo gasto de energía posible, arma sus cañas y arroja la suerte.
Ahí llego yo, con algún reel extra, mi caña, o cualquier otro pretexto para formar el conjunto ideal. Sentados sobre la caja legendaria nos miramos, miramos el lago, nos pasamos algún cigarro; todo en el instante preciso y muy despaciosamente, cada tanto: la ceremonia del llamado al pez. Dicen que cuando los rituales se realizan correctamente y con una fe tan férrea que implique no pensar en nada, vienen los peces grandes.
Cada tanto también, entre silencio y silencio, algo rompe la burbuja, y está bien; algún biguá que patalea en el agua para remontar, alguna embarcación, algún pescador en retirada. Elementos del paisaje que, incluso, suelen ser nuestras voces. Cierta vez, en una grieta que le hizo a lo callado, me contó del año 67, del año del Sur, del pescador que ya era antes de la colimba y del maestro que fuera después. Sentados espalda contra espalda, me dijo que el silencio era un refugio o un temporal, según quiénes lo compartieran.
Se había ido a Río Negro, buscando vaya uno a saber qué parte de sí. Cargó sus ropas, su Siambretta y su humanidad en el tren hasta Choele Choel. Desde allí, en moto hasta Colonia Josefa, donde en su instinto de viajero se juntaron el cielo y la tierra. La escuelita en la que estaba destinado a ser “el Señor Maestro” lo esperaba. Veintidós años tenía “el Señor Maestro” cuando entró bajo ese techo de tejas rojas.
Me lo imagino solo en la estación de trenes, aunque ahora sé que lo despidió mi madre joven. No sé por qué siempre lo imagino solo, será tal vez porque en mí, que soy su hijo, se proyecta su imaginación. O por otros asuntos que sí sé, pero callo con su propio silencio. Me lo hago despidiéndose de mis abuelos jóvenes en la puerta de la casa. Tengo una imagen clara de su llegada a Colonia Josefa después de cruzar el desierto de planicies sembradas por Roca, en el Valle Medio. Seguramente bajó de su moto de Pocho del desierto, dejó sus pocas ropas y contó sus pesos pocos, y empezó a habitar ese lugar asombroso.
Hubo un tiempo, me dijo, en que tuvo que hacerse cargo de los alumnos él solo, de los alumnos y de las provisiones, calculadas con exactitud, que llegaban una vez a la semana en el mismo tren que lo había depositado en Choele Choel. Pero más tarde, otro maestro llegó para romper el valor que significa un maestro solo, y formar ese otro distinto que es el de dos maestros enseñando juntos.
Francisco, el entrerriano, el otro “Señor Maestro” de ojos marrones como el Paraná pero brillantes como el Uruguay, empezó a compartir las jornadas de mi viejo, a desenredar la soledad de las seis de la tarde, esa hora en que un mate es casi todo lo que hace falta y lo único que se reconoce como artificio, ese momento en que van quedando pocas cosas que evoquen la presencia humana más allá de la propia existencia. El mate trae, con la nueva yerba de cada día, las viejas compañías que lo animaron.
Dice mi padre viejo que un día después de mucho tiempo de vivir juntos, de enseñar y de aprenderse, de sufrir y nacer y alegrarse en la alegría propia y en la ajena; un día, seguramente un domingo, mi padre joven salió a pescar junto al Pancho. Me parece intuir en los resquicios del relato que éste lo habrá seguido, cargando algún pertrecho como excusa. Mi joven viejo habrá encontrado el lugar que el instinto le señalara como justo para lanzar las líneas y la plegaria profana de los pescadores.
Sentados, se habrán mirado, habrán mirado el agua, se habrán pasado algún cigarro; todo en el instante preciso y muy despaciosamente, cada tanto: la ceremonia del llamado al pez. Dicen que cuando los rituales se realizan correctamente y con una fe tan férrea que implique no pensar en nada, vienen los peces grandes, y aunque la pesca no fue buena esa vez, se sabe que los pescadores estaban convencidos.
Los entrerrianos cargan con cierto verdor en el idioma; con ese verde, dice mi padre que Pancho, en el momento que el instinto le indicó como propicio, le dijo:
- Alberto, ¿te puedo hacer una pregunta?
- Si, por supuesto. Le contestó.
- ¿Vos y yo ya somos amigos, no es cierto?
- Si, por supuesto, ¿por qué?
- Porque el silencio no nos molesta. Dijo verdemente Pancho.
Aquí mi viejo viejo hizo una pausa, pitó de su cigarro y dejó el relato descansando, durmiendo tal vez otra siesta de cuarenta años hasta volver a ser contado. En el momento que su instinto de pescador le indicó como propicio miró a lo lejos, tiró el pucho al suelo, y se quedó callado.