22.4.10

Dos hombres pescando

Dos hombres pescando es diferente. No es lo mismo que un pescador en soledad, o que un grupo de tres o más. No es una situación ni mejor ni peor, sólo que es distinta, tiene otro valor: las charlas y los silencios se tiñen con matices que no se logran de otra manera.

Por eso, me gusta apartarme con mi viejo cuando pescamos. En realidad, me gusta acompañarlo cuando se aparta, romper el valor que intenta crear en su soledad pescadora y formar ese otro, ese valor único de dos hombres llamando a los peces. Yo sé que él prefiere, algunas veces, la dimensión del aislamiento mudo al borde del agua; ya podrá, yo no tengo muchas oportunidades de ser la mitad de dos hombres pescando.

Así es que lo sigo, cargo algún pertrecho como excusa y empiezo a caminar hacia donde va. En algún momento se detiene, observa el agua y el cielo, y decide que ese lugar es el propicio. Creo, a decir verdad, que no mira el agua y el cielo como pudiera hacerlo cualquiera que no fuese pescador; para él son una misma cosa. Donde nosotros observamos una separación, los pescadores ven una continuidad. En su instinto se afloja una tensión, se produce un descanso; “es” el lugar indicado. Se asienta y en silencio, haciendo el mínimo gasto de energía posible, arma sus cañas y arroja la suerte.

Ahí llego yo, con algún reel extra, mi caña, o cualquier otro pretexto para formar el conjunto ideal. Sentados sobre la caja legendaria nos miramos, miramos el lago, nos pasamos algún cigarro; todo en el instante preciso y muy despaciosamente, cada tanto: la ceremonia del llamado al pez. Dicen que cuando los rituales se realizan correctamente y con una fe tan férrea que implique no pensar en nada, vienen los peces grandes.

Cada tanto también, entre silencio y silencio, algo rompe la burbuja, y está bien; algún biguá que patalea en el agua para remontar, alguna embarcación, algún pescador en retirada. Elementos del paisaje que, incluso, suelen ser nuestras voces. Cierta vez, en una grieta que le hizo a lo callado, me contó del año 67, del año del Sur, del pescador que ya era antes de la colimba y del maestro que fuera después. Sentados espalda contra espalda, me dijo que el silencio era un refugio o un temporal, según quiénes lo compartieran.

Se había ido a Río Negro, buscando vaya uno a saber qué parte de sí. Cargó sus ropas, su Siambretta y su humanidad en el tren hasta Choele Choel. Desde allí, en moto hasta Colonia Josefa, donde en su instinto de viajero se juntaron el cielo y la tierra. La escuelita en la que estaba destinado a ser “el Señor Maestro” lo esperaba. Veintidós años tenía “el Señor Maestro” cuando entró bajo ese techo de tejas rojas.

Me lo imagino solo en la estación de trenes, aunque ahora sé que lo despidió mi madre joven. No sé por qué siempre lo imagino solo, será tal vez porque en mí, que soy su hijo, se proyecta su imaginación. O por otros asuntos que sí sé, pero callo con su propio silencio. Me lo hago despidiéndose de mis abuelos jóvenes en la puerta de la casa. Tengo una imagen clara de su llegada a Colonia Josefa después de cruzar el desierto de planicies sembradas por Roca, en el Valle Medio. Seguramente bajó de su moto de Pocho del desierto, dejó sus pocas ropas y contó sus pesos pocos, y empezó a habitar ese lugar asombroso.

Hubo un tiempo, me dijo, en que tuvo que hacerse cargo de los alumnos él solo, de los alumnos y de las provisiones, calculadas con exactitud, que llegaban una vez a la semana en el mismo tren que lo había depositado en Choele Choel. Pero más tarde, otro maestro llegó para romper el valor que significa un maestro solo, y formar ese otro distinto que es el de dos maestros enseñando juntos.

Francisco, el entrerriano, el otro “Señor Maestro” de ojos marrones como el Paraná pero brillantes como el Uruguay, empezó a compartir las jornadas de mi viejo, a desenredar la soledad de las seis de la tarde, esa hora en que un mate es casi todo lo que hace falta y lo único que se reconoce como artificio, ese momento en que van quedando pocas cosas que evoquen la presencia humana más allá de la propia existencia. El mate trae, con la nueva yerba de cada día, las viejas compañías que lo animaron.

Dice mi padre viejo que un día después de mucho tiempo de vivir juntos, de enseñar y de aprenderse, de sufrir y nacer y alegrarse en la alegría propia y en la ajena; un día, seguramente un domingo, mi padre joven salió a pescar junto al Pancho. Me parece intuir en los resquicios del relato que éste lo habrá seguido, cargando algún pertrecho como excusa. Mi joven viejo habrá encontrado el lugar que el instinto le señalara como justo para lanzar las líneas y la plegaria profana de los pescadores.

Sentados, se habrán mirado, habrán mirado el agua, se habrán pasado algún cigarro; todo en el instante preciso y muy despaciosamente, cada tanto: la ceremonia del llamado al pez. Dicen que cuando los rituales se realizan correctamente y con una fe tan férrea que implique no pensar en nada, vienen los peces grandes, y aunque la pesca no fue buena esa vez, se sabe que los pescadores estaban convencidos.

Los entrerrianos cargan con cierto verdor en el idioma; con ese verde, dice mi padre que Pancho, en el momento que el instinto le indicó como propicio, le dijo:

- Alberto, ¿te puedo hacer una pregunta?

- Si, por supuesto. Le contestó.

- ¿Vos y yo ya somos amigos, no es cierto?

- Si, por supuesto, ¿por qué?

- Porque el silencio no nos molesta. Dijo verdemente Pancho.

Aquí mi viejo viejo hizo una pausa, pitó de su cigarro y dejó el relato descansando, durmiendo tal vez otra siesta de cuarenta años hasta volver a ser contado. En el momento que su instinto de pescador le indicó como propicio miró a lo lejos, tiró el pucho al suelo, y se quedó callado.

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21.4.10

Sol adolescente

“Llagas en la fruta.

Tierna edad en flor.”

In Bloom – Nirvana

Veintisiete años fue la edad en que el sol dijo que siempre sobran razones para morir, y se apagó por aumentar su brillo. Cuando su incandescencia parecía proyectarse hasta la insoportable ceguera de quienes estábamos debajo, cuando el futuro de la luz adquiría la eternidad, ese sol sofocó su tiempo. Kurt Donald Cobain había renacido el día de su ocaso.


El recuerdo de las estrellas que se han ido se hilvana con la rústica hebra de las partidas y no con la fibra sedosa de las llegadas. Por eso el 20 de febrero de 1967 es, en definitiva, una fecha más en el calendario; simplemente, un muelle donde anclar para aguantar la tormenta y seguir; una oficina donde disponer un acta con la caligrafía anquilosada de un notario. El verdadero punto de partida fue en un futuro que hoy pensamos como pasado.


No resulta curioso que decidiera oler a espíritu adolescente, como si el amarrarse a un periodo de transición fuera el estado deseado para siempre, como si la beligerancia de su propio espíritu le hubiera indicado que esa etapa era la tierra prometida. Así, tampoco llama la atención que haya intentado, al bautizar una banda de rock, vencer el padecimiento de renacer una y otra vez en interminables ciclos. Nirvana: el estado final de las almas puras, la quietud, el cese.


“Famoso es la última cosa que quise ser”, había dicho antes de su muerte. O de su nacimiento, que para el caso es lo mismo. Y con ese empecinamiento que pone a veces el destino para contradecir a las almas, su guitarra, su poesía, su magia y su angustia invadieron todas las revistas. Desde Seattle, ciudad de lluvias tenaces, ese sol iluminó la superficie del Planeta con su fulgor estridente y distorsionado.


No cabían más poemas borroneados en los bolsillos del jean, no cabían más jeringas en las venas, no más. No había ya espacio ni tiempo en la inmortalidad del sol que se iba oscureciendo a fuerza de fulgir.


El 5 de abril de 1994 comenzó a alumbrarnos. Desde entonces, los navegantes de las inabarcables aguas del rock estamos perdidos. Desde entonces, naciente y poniente se nos confunden.

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19.4.10

El trazo perfecto

Lo primero que dijo fue que trabajaba para cambiar al mundo, y que una remera tenía el poder suficiente. Me pareció reconocer, en la lentitud con que pronunciaba esas palabras, cierta intención ritual, la perfección de un gesto practicado miles de veces.

Ensayó con su puntiaguda mano un trazo en el aire, como tratando de capturar del Universo las formas que irían a chocar contra la tela. Tras unos cuantos segundos arrojó en el primer trazo una estrella de oro, firme y voladora. El pincel rayó el paño de algodón y tan sólo eso fue como un despertar de la luz, como un alivio brillante en la oscuridad de la habitación pesada de humo.

El flaco parecía, como suele ser y como está bien que sea, más un pastor de cabras que un pintor; rozaba con las cerdas de sus pinceles y sus palabras una realidad extrañísima en mi ciudad, pero no por eso menos real.

Los siguientes movimientos fueron veloces y precisos; estrella tras estrella, se constituyó el firmamento de esa remera. “Dentro de unos años, las remeras siderales serán multitud, man”, dijo, y arrojó el pincel al piso, como al descuido, como si el objeto ya hubiera cumplido su misión y le tocara morir en el desdén como precio.

“La mano del pintor, el pincel y el paño son uno, man. ¿Comprendes?”, dijo con los ojos incendiados, y continuó: “Nada de lo que ves será real o irreal mientras no aprendas a leer entre líneas. La realidad tiene un doble fondo, cada circunstancia es ella misma y su negativo. Sólo el hombre sabio puede distinguir entre lo falso y lo verdadero, porque en su camino hacia la sabiduría ha transitado todos los caminos.”

Agotado por el esfuerzo de la pintura, y tras dudar un tiempo rondando la habitación, fue a aterrizar a un sillón desvencijado que ni siquiera parecía estar ahí. Era una fabulosa comunión de espectros la de ambas negruras, una fusión perfecta: flacos y desencajados, hombre y sillón eran la misma cosa.

En la pared, por encima del sillón, una foto vieja miraba alrededor con pertinacia. Sobre el papel de la foto ya deshecho, ajado hasta la aniquilación, persistía la mirada de un emperador. Por debajo, ajena incluso al papel en la que estaba inscripta, una semblanza sagrada circunscribía y potenciaba la insistencia de la imagen. Desde ese trono improvisado que no se distinguía de su propio cuerpo, la delgadez del pintor miraba fijamente un punto mucho más allá de la pared que tenía delante, un punto que quizás le fuera más cercano en el tiempo que en el espacio.

En un movimiento abrupto, llamado por un pulso extraño a mis percepciones, me dirigió la mirada: “La perfección es un camino que parece imposible antes de ser andado, pero una vez que el viajero da el primer paso, toda maleza se va abriendo. Y nadie puede enseñar a otro esta verdad, porque hay tantas perfecciones como hombres y mujeres en el mundo.”

Alzando la mano, crispados ya todos sus músculos flacos, dijo; “¡Mierda!, cada vez sueño más con la remera improbable. Sé que hay una en el Universo que las resume a todas y lleva mi rostro estampado. Lo que me molesta y me gusta es que no la haya pintado yo.”

Se hacía tarde, pero los datos temporales parecían, para el pintor, fuera de lo fundamental. “Desearía que empieces a ignorar todo cuanto yo pueda decirte y comiences a buscar la remera perfecta, man. Para eso te he mandado a llamar. Sé que anda por ahí, y sé que la usa la persona perfecta, porque una remera y la persona que la lleva son la misma cosa, man.”

Desde aquel encuentro con El Pintor Negro, yiro las calles de mi Rosario buscando al sucesor, al Elegido para el Tercer Reinado, al príncipe de las remeras de rock. Encontré falsos mesías, sofistas del fanatismo infundado, díscolos disfrutantes de la música, monjes en sus negros trajes de sufrir; pero jamás he podido hallar al Elegido.

Quizás este sea mi camino hacia la perfección, buscar la remera de rock perfecta en esta Babel del Rock; una aguja en un pajar. Y tal vez el camino implique no volver jamás a la galería del Pintor Negro.

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13.5.08

El centro del Universo

Cuando Claudio Tolomeo entró por primera vez en la Biblioteca de Alejandría pensó que quizás estaba en lo cierto: el centro del Universo bien podía figurarse entre esas paredes que cubrían lo que la humanidad particular de Claudio consideraba como la sabiduría de la humanidad toda.

Tolomeo, como era natural creer en ese entonces, escribió que el centro inamovible del Universo era la tierra. Así hizo girar todos los astros a nuestro alrededor, el "nuestro alrededor" de la época de Tolomeo.

Entre los muros de la Gran Biblioteca supo Claudio que, de todos los universos posibles, el único habitable, el único probablemente real, era aquel que se resumía al interior de esas grandes puertas de la sabiduría.

Lo mismo hubiera dado que se encontrara en el Mato Groso o en medio del Desierto del Sahara; donde estuviera sería el centro, porque en verdad, la idea de centro no es extensa sino acotada a la realidad que nos significa.

Cuando uno vive, o mejor dicho para dar la idea exacta del movimiento que esto implica, cuando uno va viviendo cada hora de cada día, también siente lo que Tolomeo.

Revolvemos el café de la mañana y salimos al patio con la tasa. Y esa es la única tasa en el mundo en el único patio del mundo. Comenzamos a organizar nuestro día a partir de nuestro patio y su taza.

A su vez, el patio se amplía en la casa que lo ha creado. Y esta última, en la manzana de un barrio único en una ciudad única. Perplejos, en el recorrido de regreso a nuestra realidad pequeña, caemos en la cuenta de que esta ciudad contiene entre sus barrios, una casa con patio y tasa.

Inmediatamente, lo que nos resta es mirar el asa y advertir, asombrados, que el café es sostenido casi directamente por una mano, que es la nuestra.

No obstante la existencia de innumerables patios, hay uno en Rosario que es innumerable, infinito, y contiene todos los posibles patios en su resumen. Suelo visitarlo precisamente para sentirme el centro del universo, aunque le falte siempre mi tasa del café matinal.

La ausencia de café amaneciente y metafísico se compensa con amigos nocturnos que sintetizan el universo, como si cada uno portara su café en su tasa de patio de barrio único.

La realidad es que, cuando nos encontramos allí, todos nos transformamos en el centro del universo en ese patio de Bº Belgrano, sin interferir el centro de otros patios que contengan otras importantes tasas para el desarrollo de la humanidad.

Cuando lo habitamos creemos en Tolomeo y su sistema; la armonía es perfecta: la tasa troca en vaso, y somos muchos girando en la órbita del oeste. No hay más que eso. Ni menos.

Cosas que aprendimos de a poco, esencia de un movimiento continuo, de un proceso imperceptible de crecimiento que nos tranquiliza. Estamos a salvo en ese patio, todo transcurre en calma.

Se suceden las palabras y los silencios. La paz, que sólo a veces se perturba por el paso raudo de una gata que se llama Lucrecia, nos indica que quizás estamos en lo cierto.
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23.4.08

El rezo del pez

Alguna vez en San Luis, sentado a las orillas del dique La Florida, escuché entre bromas el siguiente rezo: “Dios: hazme pescar un pez tan grande que no tenga la necesidad de mentir”.

Y es que en ese San Luis de la niñez era muy importante ser un buen pescador; tanto que hubo épocas en las que llegué a pensar que el rito de iniciación hacia la adultez era la posesión de la primera caña y el primer reel. Crueldades de la vida, que luego me hizo creer que todo eso era mentira y me impuso otros ritos y otras primeras posesiones (además de muchas pérdidas) como horizontes de una madurez que, en realidad, nunca he alcanzado.

Ser un buen pescador era definido en relación directa con la cantidad y el tamaño de las presas conseguidas. De hecho, no era lo mismo llegar a casa de la abuela con doscientas cuatro mojarritas y un bagre, que con quince pejerreyes de buenas dimensiones y una sombra de victoria hiriéndonos la frente.

Particularmente, más que el hecho de arrojar la caña y esperar, yo amaba las jornadas previas a la pesca, los preparativos: buscar las lombrices en el patio procurando no arruinar las dalias, completar los implementos del equipo, comprar los alimentos. Todo en una sincronía perfecta: cada miembro del grupo tenía su misión y la cumplía sin fallas.

Llegada la noche señalada, me fascinaba ver a mi padre recibiendo como un gran patriarca a los demás pescadores y a sus hijos: el jefe de la tribu en las antiguas oscuridades de la humanidad (de mi humanidad) organizando la expedición en busca del alimento de todos.

Alrededor de los mayores siempre estaban los más chicos, correteando perdidos en su mundo; no advertían aún lo fundamental que serían esas noches en sus vidas. En un segundo plano nos manteníamos los recientemente iniciados, los púberes que ya poseíamos cañas y “reeles”, tratando de aprender todo cuanto podíamos. Escuchábamos con suma atención cada palabra, cada chiste; observábamos los gestos obsesivamente porque queríamos ser “esos” pescadores.

En algún momento entre las horas que separaban la “última cena” de la partida, cada pescador verificaba sus pertrechos: había un solo responsable de cada equipo de pesa; el dueño. Luego, llegado el momento de armar y lanzar a la suerte la plomada y los anzuelos, no se admitían remilgos.

Esos aprontes, esa excitación que nos llevaba al punto de no dormir en toda la noche esperando la madrugada para partir, representa en mis recuerdos lo más maravilloso de la pesca.

Hoy ya no soy pescador de peces, sino de imágenes, de gestos, de sensaciones; de todo cuanto pueda atrapar con mi anzuelo sutil de la sensibilidad abierta. De cualquier forma, sigo siendo pescador, un pescador de impresiones.

Así es que cuando, cada tanto, el dios del sacrificio de los peces me convoca, suelo acercarme al borde del Paraná a esperar la llegada de los verdaderos pescadores. Tiendo sobre la ribera la paciencia de mis años púberes y, si hay suerte, pronto pica el primero.

Suele ser que llegue y me salude con la mano, en el silencio que caracteriza a quienes tienen trato con los habitantes de las profundidades. Suele ser que después de saludarme se acuclille alrededor de su caja de pescador, su caja mágica, y que la abra con una parcimonia increíble; como quien desenvuelve un delicado regalo llegado de muy lejos.

Casi siempre, suele ser que se tome un tiempo para semblantear el río antes de arrojar. Ese es el momento en que la espera deja de existir para dar paso a la esperanza. Sé que entonces reza aquel rezo escuchado en mis horas de aprender, medio en broma y bastante en serio: “Dios: hazme pescar un pez tan grande que no tenga la necesidad de mentir”.

Y si el dios del sacrificio de los peces está de buenas, llegará un pez grande como un sol acuático iluminando la noche, como un encendido júbilo con su tornasolado traje de carnaval. Y en medio de la oscuridad habrá parido el agua, a la vez que la luz, un alimento y la honra del varón que vuelve a casa con su hombría en las manos. Se habrá satisfecho el hombre que, al quitarle un pez a las aguas, sacia sus ansias de ser pez; sus ansias movidas por el dolor de no serlo y por la admiración.

Llegada la hora del regreso a la urbanidad a la que me obligo sin clemencia, también se habrán satisfecho mis ansias de ser pescador, mis ansias movidas por el dolor de no serlo y por mi admiración.
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9.4.08

Eber vs. El Veterinario

“El gato es inquietante, no es de este mundo. Tiene
el enorme prestigio de haber sido ya Dios.”
Federico García Lorca – “Canción novísima de los gatos”



“El Gato no es un animal vegetariano”, me dijo El Veterinario con la autoridad que le confiere el haber estudiado muchos años para poder emitir esa frase sin que nadie pueda refutarla. No obstante el tono seguro con que la formuló, y con el fin de apuntalar su aseveración, comenzó a darme las razones por las cuales yo debía convencerme de la idea: “1) El Gato tiene la dentadura preparada para desgarrar a sus presas; 2) El Gato tiene las uñas preparadas para desgarrar a sus presas; y 3) El Gato es un cazador que luego de atrapar a sus presas, las desgarra”. Una verdad desgarradora, realmente. A veces es mejor ignorar ciertas cosas.

Acto seguido, y pese a semejante clase de comportamiento animal, El Veterinario me sugirió que le diera a Eber solamente alimento balanceado. Una contradicción que mandaba “nada de leche y nada de carne, ya que el agregado nutricional que esto supone implicaría ciertos desniveles en lo que se considera una dieta sana para un felino como la gente. Y por supuesto”, dijo como si yo debiera saberlo, “ni hablar del hígado”.

Cuando le transmití la cruda noticia a mi gato, únicamente atinó a mirarme, creo yo en una expresión que evidenciaba su desencanto; no, más bien su desconsuelo. O tal vez, ahora que lo pienso, no sé si su cara no correspondía mejor a que no me entendió nada de lo que le dije. También puede haber estado haciéndose el sonso, para lo cual los gatos tienen una capacidad envidiable.

En definitiva, no puedo adivinar qué significa esa mirada que me echó como quien echa una mirada desconcertante.

Por otro lado, es probable que se haya arrepentido de haber confiado en mí sus cuidados, en haberme adoptado como “amo” (palabra que indica que no debe obedecerme, ni servirme, ni serme útil en ningún sentido práctico sino, por el contrario, que yo esté a su entera disposición)

Además, he notado que desde que come solamente ese “alimento” que viene en bolsas su servicio de control de vectores se ha vuelto muy deficiente. Me parece que se trata de una señal protesta; me lo imagino cruzándose de garras y diciendo airoso: “¡Ese no era el trato...!”. Muy propio de Eber, que además es un gato que se cree tigre.

Igual, ante esta situación de roedores libres en la casa, me tranquilizo pensando que el hecho de que ya no cace tantos ratones como antes no deja de ser bueno; cazar ratones le acarrearía, según El Veterinario, un desorden dietario de magnitudes. Lo cual aumentaría los cuidados debidos al animal, que seguramente enfermaría. Lo que implicaría, a su vez, que tenga que llevarlo nuevamente al veterinario; quien recetaría aumentar la dosis de alimento balanceado y comprar veneno para ratas, advirtiendo seriamente de los peligros de confundir los envases. Un verdadero círculo vicioso.

Con todo esto, me doy cuenta de que no conozco profundamente a mi gato. Y que es él mismo quien siembra las intrigas que tejen nuestra relación. Se encarga de mantenerme preocupado a fuerza de caras que yo pienso de desaprobación. Llega al extremo de solicitar caricias luego de reprobar una ración de “alimento”. El colmo de la perversidad animal.

Lo cierto es que Eber, como buen gato, es inabarcable, inmenso. Uno nunca sabe, por ejemplo, qué miran a la distancia los gatos, y con tanta atención. Parece que conocieran los fantasmas de la casa y entablaran extensos diálogos telepáticos con los espectros que sólo ellos distinguen.

Siempre están cerca de nosotros, pero no tanto. Ambos, espectros y gatos. Pero a diferencia de los espíritus, los michifuses dejan que nuestra mano los acaricie. Así, en la entera longitud de su cuerpo, raspa nuestra palma desde la cabeza. Ellos se encargan de marcar el límite con la cola que, al levantarse, indica “volver a la cabeza y empezar de nuevo”. Una y otra vez hasta que nuestro brazo se canse.

Jamás estudié veterinaria, pero en el entredicho con El Veterinario y a favor de mi gato, puedo asegurar que el profesional se equivoca. Y mi argumento es muy contundente en su simpleza: nadie sabe lo que es bueno para los felinos; nadie los conoce, nadie puede conocerlos. Todo es una gran incógnita en el universo de los gatos.
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1.4.08

Falsario


“La mentira es un triste sustituto de la verdad, pero
es el único que se ha descubierto hasta ahora.”
Elbert Hubbard



Más conocido por su título nobiliario de Barón de Münchhausen, Karl Friedrich Hieronymus fue un valiente soldado alemán que en el Siglo XVIII luchó contra los turcos sirviendo en el ejército ruso.

Karl era hermano menor de Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac, un arrogante francés de pluma y espada muy afiladas, que un siglo antes había hecho todo lo que estaba a su alcance para ser recordado eternamente.

Es cierto, dada la distancia temporal y geográfica que los separa, que los hermanos no se conocieron, y que jamás compartieron nada, excepto el valor y la fama. Ni madre, ni padre, ni desayuno, ni peleas por sus ropas. Sólo el lazo de la fama conseguida con valentía.

No obstante su fraternidad en el coraje, que hizo que protagonizaran hazañas de similar portento, sus reputaciones siguieron caminos dispares: el mayor, Cyrano, pasó a la historia como un romántico espadachín que gastaba su tiempo libre (es decir, cuando no estaba batiéndose a duelo) en seducir a toda persona que llevara guardainfante y escote. Lo cual, obviamente, le traía aparejados más duelos. El tipo se aseguraba la diversión.

Por su parte, el frío y serio hermano alemán, pasó a ser conocido como uno de los más burdos fabuladores de todos los tiempos, tanto que dos siglos más tarde se bautizó con el nombre de “Síndrome de Münchhausen” a una patología psicológica que lleva a quienes la padecen a inventar o agravar dolencias físicas en pos de atención.

Resulta que lo único que hizo el Barón de la mala fama fue contar sus proezas militares al regreso de la campaña. Cosa que por otro lado también debe haber hecho Cyrano.

La cuestión es que Karl no tuvo en cuenta el daño que puede hacer la crítica con acceso a los medios de comunicación: Rudolf Erich Raspe, un listillo científico y escritor que se encargó de recopilar sus relatos y caricaturizarlos, difundió la figura del Barón que hoy conocemos. Es muy probable que Raspe, que como lo hacían Karl y Hercule con las mujeres se dedicaba a coleccionar enemigos, contara en su repertorio de adversarios al Barón.

Así nace el “Relato que hace el Barón de Münchhausen de sus campañas y viajes maravillosos por Rusia”, que Raspe publicó en inglés en 1785. Karl padeció en vida los ecos de esta obra que le entristecieron terriblemente sus últimos años.

Creo yo, en honor a que me importa un bledo que me cuenten la verdad y para cubrir con un manto de justicia la figura del notable alemán, que el hecho mismo del relato excede ampliamente los requerimientos de lo que “debe ser cierto”. Hay en el relato un grado de mentira que lo hace bello y poderoso, que lo hace relucir y lo disculpa. De no ser así, Las mil y una noches, por ejemplo, nos debieran parecer patrañas inadmisibles, siendo que nadie pasa por el colador de “la verdad” sus historias. Más bien, uno se deja llevar a esos “no lugares”, a esos momentos utópicos como quien es llamado a la mesa del almuerzo.

Es que el relato de un suceso no es, ni puede ser, el suceso mismo; sino un puente que el narrador tiende entre dos tiempos: el presente en el que estamos y el tiempo de lo contado, que no debe ser encerrado estrictamente en la linealidad cronológica de los mortales. En ese sentido, quien cuenta una historia tiene el deber de ponerle nuez moscada, de salarlo lo suficiente como para que la distancia temporal se sortee de manera placentera.

Lo contrario sería una mera crónica, una declaración en la comisaría, que mal que le pese al sumariante, lejos está de ser literaria.
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